viernes, 30 de agosto de 2013

Extrañar

Lo extraño todos los días. No es que no me guste donde estoy, pero no es lo mismo que mi hogar. En este tiempo aprendí que no solo extrañamos personas, se pueden extrañar lugares, olores, situaciones, se puede extrañar pertenecer ahí.
Extraño el campo frente a mi casa. Extraño los bizcochos de queso del quiosco. Las flores de mi patio. La música en el centro. El teatro. Mis hermanos; todos ellos, los de sangre y los de vida. Extraño escribir como antes, extraño leer como antes, bailar, cantar, actuar como antes.
Las vacaciones en familia, la casa de mi abuela, el camino hasta la playa, las mariposas de la ruta. Extraño los canelones de la tía. Los de mamá. Extraño a mamá, a papá. A mi cuarto, al sol que entra por mi ventana.
Extraño el cine, ir al liceo. La estufa de mi casa, las cortinas de mis ventanas. A mi gato, a mi perro. A la calle de siempre, a mi bicicleta celeste.
No se pueden nombrar todas las cosas que extraño. Pero cuando me voy de acá, cuando vuelvo a casa sucede algo curioso. Empiezo a extrañar acá, la música en los ómnibus, la calle que dobla, el verdulero, la señora que me pregunta como estoy antes de darme el pan, el chófer que no me habla, el edificio enormemente gris y aburrido. Es como si ya tuviera dos casas, como si perteneciera a dos lugares paralelos. Me siento yo misma en dos lugares del mundo, iguales pero totalmente opuestos. Uno siempre fue mi casa, y el otro se siente como en casa. Uno tiene plazas verdes, el otro tiene olor a ciudad grande.
Por suerte están a solo dos horas de distancia. No creo poder decidirme a cuál quiero extrañar para siempre.

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